La canción como género literario

Podemos, en principio, señalar lo evidente: la canción es esencialmente un género literario. Desde una perspectiva contemporánea y bajo un enfoque no exento de empirismo, puede definirse a la canción como un texto elaborado bajo diversos criterios rítmicos y lingüísticos que lo particularizan y facultan para ser cantado. El mismo vocablo lírico, de evidentes resonancias musicales, ha designado indistintamente a ciertas formas híbridas literario-musicales, la canción propiamente dicha, lo mismo que para referir todo tipo de poesía que no es narrativa ni dramática. Esto se debe, probablemente, a que la poesía, la canción y la música fueron en su origen parte de una misma expresión fundacional. Las especulaciones en torno al origen de la canción y sus primeras realizaciones son simplemente eso: especulaciones. No es posible saber con plena certeza en dónde, cuándo y cómo surgió la primera canción en la historia de la humanidad, pero dada su consistencia y persistencia a lo largo de los siglos, considerada su naturaleza ontológica, su carácter inmanente respecto de ciertas culturas y tradiciones, podemos suponer que fue unos de los primeros hitos culturales de la humanidad. Una posible génesis de la canción está en las nanas, un tipo de canto que ha servido a las madres de todos los tiempos y todas las culturas, para arrullar y tranquilizar a sus críos. Según este modelo, fue en la intimidad misma de lo humano, suscitada quizás por el intenso vínculo biológico entre madre e hijo, que surgió por primera vez la canción. Es probable que el primer impulso haya sido meramente rítmico, como una reiteración inconsciente del movimiento del cuerpo.

Así pues, a lo largo del tiempo, generalizada la práctica, no sabemos si por pulsión cultural o como efecto de una red de sentido, fueron añadiéndose elementos —texto y melodía— que la hicieron más compleja y definieron paulatinamente los rasgos que hasta nuestros días caracterizan a la canción como un fenómeno artístico y cultural que vincula literatura y música. No obstante, muy lejos aún de las consideraciones estéticas y artísticas que signan ahora a la canción y al arte contemporáneo, se observa, atendiendo estas conjeturas, que la canción, como toda la cultura, surgió como un imperativo biológico.

Dadas las características de la melodía y el grado de sofisticación que entraña su articulación, lo más probable es que se haya añadido como ingrediente de las nanas al cabo de un lento y dilatado proceso de asimilación y trasvase, lo cual implica, necesariamente, un marco social rico y complejo. Dicho de otro modo: la articulación del marco rítmico-lingüístico en las nanas se antepone como un fenómeno cuasi biológico, en tanto que la implementación de las nociones melódicas y armónicas asociadas al canto parecen ser efecto de una extensa práctica social. Formulaciones cancioneriles posteriores —la canción de amor, la canción de labranza y la alabanza— expresan elocuentemente la paulatina sofisticación de las sociedades humanas y los vínculos que las canciones de todos los tiempos han sostenido siempre con la sexualidad, lo social y lo divino. Pero no es sino hasta el Renacimiento cuando surge la canción moderna en Occidente, fruto de aquel impulso renovador promovido por Petrarca en el siglo XIV —baste considerar que sus famosos sonetos eran en realidad breves composiciones cancioneriles (de ahí el sentido del vocablo soneto)—, cuando se revaloraron y retomaron en la práctica los modelos, el enfoque y el espíritu del arte helénico. 

Su evolución presenta dos corrientes, a veces no tan distinguibles en la modernidad pero lo suficientemente divergentes como para formular dos definiciones complementarias: la canción popular tradicional y la canción culta o petrarquista. La diferencia entre ambas tendencias reside, a muy grandes rasgos, en la ‘autenticidad’ inherente a la corriente culta, que se sustenta en el interés del poeta por lograr que su expresión sea fiel reflejo de él mismo y se parezca lo menos posible a la de otros. La canción popular tradicional también pretende ser una expresión auténtica, pero con un acendrado carácter comunitario, que se sostiene en la posibilidad de fundirse al alma del pueblo, de cantar como los otros. Como señala Antonio Sánchez Romeralo, estudioso de la lírica popular medieval, “el cantar popular no aspira a romper moldes. Los moldes se rompen, pero como la tierra, por la acción lenta y secular del tiempo.”

Cabe señalar que los límites planteados por la crítica literaria en torno a la lírica cancioneril, particularmente la lírica popular, contemplan sólo las producciones históricas compendiadas en los cancioneros del medioevo y renacimiento español. Nada se dice (al menos quien esto escribe no ha encontrado referencias) de las canciones que se escribieron y de los innumerables cancioneros que se editaron en los siglos XVIII y XIX, tanto en España como en Hispanoamérica. Los grandes hitos críticos más recientes sobre la canción son los estudios sobre lírica cancioneril ‘primitiva’, realizados a raíz del descubrimiento de las jarchas, a mediados del siglo XX. No es sino hasta muy recientemente que surgieron, aunque insuficientes e incipientes, verdaderos esfuerzos críticos orientados al deslinde de la canción popular contemporánea, particularmente centrados en la evolución estilística de algunos compositores cancioneriles relevantes como José Alfredo Jiménez, Joaquín Sabina, Serrat o Agustín Lara… Hay un enorme corpus de lírica cancioneril en las audiotecas absolutamente ignorado por la crítica académica, a pesar de que esos estudios podrían determinar contenidos temáticos, corpus melódicos, técnicas de composición, intertextualidades e influencias, así como abundar en la relación entre lo musical y lo literario.

El canto, a diferencia de la recitación, sigue estructuras métrico-sintácticas e implica necesariamente la incorporación de alturas tonales y valores de nota específicos, articulados en torno a un marco o estructura armónica; esto es: música pura y dura. Todo estudio sobre canción estará incompleto, entonces, si no se aborda bajo la premisa de que es un género o un tipo de arte híbrido, donde la música y el texto se articulan para comunicar y generar un efecto estético. 

La música, a pesar de participar activamente en la recepción y referir un alto grado de elaboración y complejidad artística, cumple en la canción funciones precisas: es un marco o estructura donde se articulan y entreveran los fenómenos lingüísticos, y coadyuva, al mismo tiempo, como elemento de ornato en la recepción de las cualidades emocionales, sensoriales y conceptuales que necesariamente emanan del texto. Esto no quiere decir, no obstante, que la música no tenga un papel relevante en la composición de una canción; se busca, en todo caso, un equilibrio entre ambas estructuras, y sucede que las canciones contemporáneas consideradas canónicas expresan, en efecto, una relación muy estrecha y armoniosa entre lo que se dice, y cómo se dice, respecto del marco armónico-melódico.

El grado más íntimo de vinculación entre literatura y música se expresa en la articulación de algo que se conoce en el argot como línea melódica. En la línea melódica se vinculan, en estricta correspondencia, cada uno de los segmentos melódicos, íntimamente vinculados con el marco armónico, y la estructura silábico-acentual de cada verso constituyente del texto lírico.

Las unidades fundamentales de una melodía son las ‘notas’; el carácter de una melodía depende de la combinación, el número, la altura, la duración y, muy particularmente, el acento de las notas implicadas. Las unidades fundamentales de un verso, en contraste, son las sílabas; el carácter de un verso depende del número, la frecuencia, la posición y el contraste entre los valores tónicos o átonos de las sílabas implicadas.

Una línea melódica expresa, entonces, una apretada correspondencia entre los ‘valores de nota’ de la melodía y los valores silábico-acentuales del verso. Y, justo, el punto de inflexión son los valores coincidentes entre ambas estructuras: la cantidad, los acentos y los intervalos entre los acentos de cada nota y de cada sílaba implicada. Dicho de otro modo: a cada sílaba del verso corresponde un valor de nota con carga acentual análoga. La canción no es, pues, sino la suma de cada una de las líneas melódicas que la integran, en tanto expresan, cada una de ellas, el vínculo más íntimo entre lo musical (la melodía) y lo literario (el texto).

Un compositor de canciones tiene que cursar necesariamente un proceso de aprendizaje en torno a diversos temas de índole estrictamente musical. Muchos compositores dominan la ejecución de algún instrumento y la gran mayoría conoce y maneja con cierto grado de solvencia, aún empíricamente, los predicamentos (color, entonación, colocación, timbre, etc.) implicados en el canto. Y lo usual es, en efecto, que un compositor de canciones se forme, en primera instancia, como músico. Todos esos saberes y habilidades son herramientas de primer orden en la composición cancioneril. Pero, si estamos de acuerdo en la importancia medular del texto para la canción, lo idóneo sería que, de manera análoga, un aspirante a compositor de canciones se formara literariamente, con rigor idéntico al de un músico, para adquirir conciencia de género y poder articular creativamente las diversas técnicas de construcción lírica que la tradición literaria ofrece. Podemos arriesgar incluso la afirmación de que una buena canción depende, en gran medida, de una correcta aplicación de los diversos saberes y técnicas literarios concebidos específicamente para posibilitar la construcción de estructuras rítmicas y de sentido a partir de ciertos elementos constituyentes del lenguaje. Uno de los tratados esenciales de la literatura de todos los tiempos, por cierto, se orienta, justo, hacia el deslinde de este complicado proceso de articulación rítmico-lingüística: la Versificación.

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