Aún en tiempos como los nuestros –tiempos que desafortunadamente se parecen cada vez más a épocas anteriores, cuando las protestas se socavaban de la peor manera, con la violencia y la armas en contra de la gente– en donde el acceso a la información y la ruptura del monopolio de la comunicación han empequeñecido el mundo: en estos tiempos la música sigue siendo ese eslabón que une a las personas, la amalgama de las emociones entre las personas. Y es que cuando el lenguaje empieza a parecer precario; ahí donde no alcanza a articular con rapidez o claridad lo que se siente, lo que se sufre, lo que se observa, lo que se vive; donde las fronteras políticas, o las del idioma, o las de la identidad cultural o nacional, imponen un cerco que se pronuncia hacia el vacío; ahí en esos límites empieza el amplio terreno de la música.
Nadie puede negar el sentido primitivamente universal que posee el ritmo o el canto o una melodía que se queda contigo y te hace sentir que no estás solo; nadie puede negar la natural facilidad que tiene la música para esparcir ideas y conceptos (aunque sea de forma indirecta) y emociones –sobre todo emociones– de manera tajante y urgente y absoluta a nuestro corazón y nuestra psique. La música goza de un extraño poder para sortear, con la habilidad de un buen equilibrista, las reticencias de la lógica, así como los embates de sus argumentos: primero movemos el pie y después nos preguntamos porqué o cuándo empezamos a hacerlo. En manos de la música somos conducidos por una fuerza invisible que todo traspasa, que todo modifica a su paso mientras deja las huellas de la alegría o el dolor de donde emana. Si las artes visuales gozan de una suerte de inmediatez para presentar ante el observador la obra completa –a diferencia del arte musical que requiere del transcurrir del tiempo para que tomemos conciencia de la estructura general–, la música tiene una ventaja similar, pero con el mundo emocional, pone de inmediato en contacto al ser que piensa con su interior. Desde luego no es valor de la música el de describir los objetos del mundo –al menos no de aquella que carece de texto–, eso queda dentro de los confines del lenguaje pensándose a sí mismo; de la música se espera un embate, sutil o frenético, frente al que perpetuamente estamos indefensos.
Como es evidente, la música ha tomado de nuevo un papel protagonista en las movilizaciones sociales de estos días, aunque esto no representa ninguna novedad, sucede de manera repetida a lo largo de la historia. Para palpar ese protagonismo, basta ver lo que sucede en Chile –pero también en Ecuador, Uruguay, Haití, Argentina, México– donde alrededor de un millón de personas se dieron cita para realizar una protesta en contra de un gobierno que los mantiene dentro de un perímetro marcado con las vallas de la desigualdad, que no es sino otra cara de la injusticia. Hoy por hoy, la música habla donde se ha impuesto un toque de queda, donde el escueto paisaje citadino y el silencio de las calles hacen pauta para que músicos anónimos, desde un balcón imposible de rastrear, hagan estremecer a su pueblo, y de paso a nosotros a muchos kilómetros de distancia detrás de las pantallas que han sustituido poco a poco a la palma de la mano. En momentos de incertidumbre como estos, el reiterativo y adormecedor tema constante de la música popular –el amoroso– cede el paso para que vuelva a sonar Víctor Jara en la Biblioteca Nacional chilena, para que por un momento recordemos que a través de la canción decimos más cosas, sentimos más cosas, deseamos más cosas, buscamos más cosas, no sólo la otra mitad de una inalcanzable naranja. Pareciera que el sistema económico-político nos quisiera siempre pensando en las vicisitudes del amor, en el encantamiento de su perfume, pues la diseminación de otro tema nos haría retomar y volver a creer en el filo de la palabra, porque lo único que tenemos es la palabra, mientras ellos tienen las armas y, en apariencia, el timón del poder económico. Ese “sistema” hace todo lo posible por arrebatarnos la originalidad del pensamiento, trata de comunicarnos –en el sentido de Deleuze– lo que debemos creer a través de sus productos culturales; nada le aterra más que un sujeto –en este caso un latinoamericano– que cree en sí mismo, en su propia cultura, y cierra la llave del consumo de lo mismo de siempre.
A menudo olvidamos que la música es sobre todo voluntad. Todo eso que oímos y nos cobija y nos ofrece un pañuelo inmaterial, nace invariablemente del deseo único e individual de un sujeto que, aunque sea por un breve momento, ha podido vencer a la muerte, porque como decía Malraux, “el arte es lo único que resiste a la muerte”. El arte –la música– no es sino el ejercicio pleno de la voluntad individual del ser humano, es la voluntad de organizar los elementos que constituyen su materialización, es la prueba fehaciente de que la libertad interior puede oírse y verse y leerse y palparse, es la visualización del espacio donde reina aquello que nos acongoja o nos hace felices. Tal parece también que algo de nuestro íntimo ser es capaz de reconocer cuando en una obra el ego ha sido dejado de lado, cuando la búsqueda del éxito comercial deja de importar, cuando la “voluntad individual” ha sido puesta al servicio de los demás, condición que nos permite vernos reflejados en el arte.Por estas razones, y otras más razones que a condición de las próximas publicaciones y los colaboradores que inicialmente hacen posible este espacio, hemos querido poner a disposición de los lectores Rhythmus. Revista musical para comenzar un nuevo diálogo que a todas luces tiene un carácter urgente, una discusión al respecto del papel de la música en el mundo que nos ha tocado atestiguar y por su puesto del papel que toman en ese escenario sus artífices: los músicos, compositores, críticos musicales, historiadores, cronistas. Sirva este portal para que redescubramos juntos las múltiples facetas de la música.
Fotografía original: Kandy Ortiz